¿SABÍAS QUE…

… DOMINGO ACABÓ EN LA CÁRCEL? 

Aclaremos desde el principio que el asunto del robo del convento no tuvo nada que ver con este tema. Si Domingo y sus frailes se quedaron con el monasterio de los gilbertinos fue con el permiso expreso del Papa y, si el Papa lo dice, no hay más discusión posible. Pero, entonces, ¿qué sucedió con nuestro amigo? 

Como te decía, con todos los permisos del Papa en la mano y con los frailes ya instalados en el convento a medio construir, lo primero que hizo el castellano fue… contratar albañiles, lógicamente. Lo de ver las estrellas por la noche está muy bien, pero cuando se pone a llover, la falta de techo se hace bastante más desagradable. Y un cuerpo que ha pasado mala noche, no es de esperar que logre hilar una buena predicación por la mañana. Terminar la construcción de su nuevo hogar se convirtió en una prioridad para Domingo. 

Pero, como siempre, estaba el problema del dinero. En fin, como el castellano ya era conocido en Roma, algunas ayudas fueron llegando: unas, en forma de monedas, y muchas, muchas más, en forma de brazos dispuestos a colaborar. Y así, entre trabajadores, voluntarios y frailes, las obras del convento comenzaron a coger ritmo. 

Los días de Domingo y sus frailes se pasaban entre oración, estudio, predicación por las calles… ¡y trabajos de albañilería! ¡Ahí todo el mundo se arremangaba para llevar piedras, hacer cemento o sujetar vigas! El entusiasmo de estos frailes era contagioso, así que las pequeñas ayudas no dejaban de llegar. 

Y, a la vez que levantaban paredes en el convento, Domingo seguía levantando almas hacia el Cielo. ¡¡Imagina el fuego que llevaban sus palabras!! Acababa de ver cómo el Señor le había regalado un hogar en el centro de la cuidad, algo que parecía imposible, ¡sentía que Cristo le había regalado un auténtico milagro! Así que su ardor y devoción estaban por las nubes. Calcúlate cómo hablaría, que cuentan las crónicas que “arrancaba lágrimas de arrepentimiento y admiración”… 

El pueblo, al escucharle y verle vivir, llegó a la conclusión de que ese hombre era muy especial, ¡un auténtico amigo de Dios! Así que, más de una vez, al terminar la predicación, las buenas gentes le esperaban a la salida de la basílica, para pedir su bendición, para rozar su pobre hábito… y los más atrevidos no dudaban en cortarle un pedazo de capa o de túnica, para enfado y desesperación de los frailes que intentaban defender a su Padre. 

Ante esta muchedumbre tan animosa, Domingo solo veía corazones sedientos del Señor, y se volcaba por atenderlos a todos. Pero, de pronto, un día, volviendo al convento después de predicar, pasó por delante de un muro de piedra: era una de las paredes de la cárcel, donde estaban encerrados los presos. Escuchó sus quejas, vio sus manos aferradas a los barrotes, y no pudo evitar detenerse, mirando hacia los ventanucos. 

Un preso, malhumorado, lanzó una cascada de insultos al grupito de frailes. No necesitó más nuestro querido Domingo para plantarse delante del encargado de la puerta, pidiendo permiso para visitar a los presos. Y lo consiguió, por supuesto… 

Desde ese momento, la visita a la cárcel formó parte de su recorrido habitual. Al principio, varios presos le recibieron exhibiendo sus peores modales, pero, al cabo de unas semanas, incluso los más rudos esperaban la visita del frailecillo, aunque, evidentemente, por aquello de hacerse los duros, jamás lo reconocerían…

Y así fue como Domingo conoció a Bona. Esta mujer vivía en la última celda, apartada de todos, y nadie se atrevía a acercarse a ella: sufría una extraña enfermedad, que le había llagado toda la piel. Por la falta de cuidado e higiene, los gusanos estaban devorando su maltrecho cuerpo. 

A pesar de las advertencias de los guardias y del repugnante olor, Domingo se empeñó en entrar en aquella celda. La misma Bona le gritó asustada que se marchara, pero él se acercó… y la tomó de la mano. La pobre mujer rompió a llorar desconsoladamente: era la primera vez en mucho tiempo que alguien le mostraba un gesto de cariño. 

Cada tarde, Domingo volvía a visitar a la enferma. Le hablaba del amor de Cristo, de su perdón, de su misericordia, pero Bona sacudía la cabeza con un gemido: 

-A mí no puede quererme… Soy un despojo… he hecho tantas cosas malas… 

Domingo insistía sin cansarse, repitiendo que la misericordia de Cristo es mayor que cualquier pecado, y que el padre del hijo pródigo lo cubrió de besos aunque llegara sucio… 

Finalmente, un día, para sorpresa de nuestro amigo, Bona le dijo que quería confesarse. Domingo sintió en su corazón la misma alegría que dice el Señor que hay en el Cielo cuando vuelve una oveja perdida. Con infinita ternura, fue recogiendo sus palabras, sus lágrimas y, al terminar, solemnemente, alzó la mano para darle la absolución. 

Bona estaba radiante, con una sonrisa que no le cabía en la cara. Pero, de pronto, Domingo sintió un impulso en su corazón. 

Nuestro amigo se puso de rodillas y, con toda sencillez, le pidió al Señor la curación de aquella mujer. Alzó de nuevo la mano para bendecirla… y al volver a abrir los ojos… No, no había sucedido nada. Domingo se puso en pie con toda tranquilidad y le prometió a la enferma que volverían a verse al día siguiente. 

Sin embargo, en cuanto nuestro amigo salió de la cárcel, Bona sintió un roce, suave como una caricia… y descubrió que su cuerpo estaba limpio de toda enfermedad. ¡¡Se había curado!!

El relato del milagro corrió como la pólvora, convenientemente coloreado y amplificado por el entusiasmo de las gentes, que le añadían todo tipo de “adornos” para hacerlo aún más espectacular. Uniendo este hecho a la ya conocidísima curación de Reginaldo, la conclusion a la que llegaron los habitantes de la Ciudad eterna era de pura lógica, como que dos y dos son cuatro. Imagínate: en las calles romanas, Domingo empezó a ser conocido como… ¡¡”il Santo”!! Y, ahora ya sí que sí, no había forma de que el pobre hombre volviera a casa con el hábito entero… 

PARA ORAR

-¿Sabías que… Cristo también quiere entrar en todas tus cárceles? 

No sé si te has parado a pensar que, cada domingo, en la Eucaristía, recitamos el Credo. En esta oración, tú y yo profesamos que Cristo “descendió a los infiernos”. Ciertamente, esta expresión hace referencia al Seol, al lugar donde las almas esperaban la salvación, pero… no es su único significado. 

Hoy tú y yo podemos proclamar que Cristo desciende a “nuestros” infiernos, a “nuestras” cárceles, a esas zonas oscuras de nuestro corazón… porque es ahí precisamente donde más necesitamos sentirnos amados. 

Es fácil amar a alguien que brilla. Lo realmente difícil es abrazar a alguien en su oscuridad. Sin embargo, ¡eso es lo que hace el Resucitado! Él abraza todo de ti, ¡te sigue amando, pase lo que pase, estés como estés! Como el buen samaritano, Cristo solo desea poner el aceite de Su amor en cada una de tus heridas, porque sabe que solo el amor sana, pone en pie, llena de luz. 

El Resucitado no se asusta de nuestras úlceras, ¡ni siquiera de los gusanos que pueden corroer nuestro corazón! Quiere volcar todo su Amor en nosotros, sanarnos por completo, regalarnos un corazón nuevo… porque nuestro Dios es el Dios de las segundas oportunidades, ¡y con Él siempre podemos volver a empezar! 

VIVE DE CRISTO

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