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ÉSTE ES MI HIJO, ESCUCHADLE

1 Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. 

2 Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. 

3 En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. 

4 Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» 

5 Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.» 

6 Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. 

7 Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo.» 

8 Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. 

9 Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.» (Mt. 17, 1-9)

 

¡No, todo lo que vemos “de tejas para abajo” de Jesús y de Dios, no es la realidad! La realidad es algo mucho más sublime y luminoso que, nuestro pequeño ser no puede ver, ni imaginar. Dios es Dios, pero nos ama tan tiernamente, como una madre a su hijo pequeño que, se acerca en su inmensa gloria y nos rodea en ella para que, de alguna forma, sepamos que “Dios habita en una luz inaccesible”. Y se nos ofrece “algo” de esta gracia para que, “aspiremos a los bienes de allá arriba y no a los de la tierra, porque nuestra vida, está escondida con Cristo en Dios”. Y este “escondimiento”, es la grieta de la peña, donde se cobija el alma amante, en espera de la llegada de su Amado. Éste, es Jesús con “sus vestidos blancos como la luz y su Rostro que ciega y resplandece como el sol”.

Lo que Pedro, Santiago y Juan vieron en lo alto del monte, es una migaja de todo el alimento sólido de santidad y gloria de Jesús, el Hijo de Dios. Ellos, ante esto, “cayeron de bruces, llenos de espanto”, porque la voz del Padre: “Éste, es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco, escuchadle”, les resultó tan grande,comparado con su minúsculo ser tan impuro que, ante tanta gran luz, estaban aterrados. Jesús mismo, con su mano y su voz, los fortaleció, porque no podían resistir esta atmósfera de gloria: “¡Levantaos no temáis!”.

Algunos hombres que, han sentido el roce de la santidad de Dios, han caído al suelo sin poder aguantar este empuje. Lo llaman “tremendo”, porque no hay nada que se le iguale.

Y, ¿por qué Jesús, levantó un poco el velo de su divinidad?: estos pequeños discípulos, necesitaban fortalecerse con esta gloria porque lo que iban a vivir, un tiempo después, les resultaría escandaloso e inadmisible en su Maestro que, también era su Dios. Los episodios de la Pasión y Muerte en cruz, era otra “gran Luz” que, los dejaría, casi cegado su entendimiento y su razón: “¡No, no puede ser!”, que le dijo Pedro a Jesús, cuando le habló algo de su próxima Pasión. 

La fe, para ser verdadera, la que Dios nos pide, ha de ponerse a prueba. Y de esta prueba, no se libera ninguno de los siervos de Dios. Lo vemos claramente, hasta en el Antiguo Testamento, con los elegidos de Dios: Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, y muchos más. Y es que, la única escala para llegar a Dios es la fe y una confianza que, no zozobra ante la prueba de sentir que, nos quedamos sin apoyaturas en las cosas y en los hombres. ¡Y a veces, de los más cercanos, más abandonados! Así, lo hizo Jesús y así lo harán todos sus seguidores, aquellos que Él se ha elegido.

Pero, este duro trago, no es a secas, porque el Espíritu Santo está a nuestro lado infundiéndonos su Amor, el mismo amor de Cristo que le llevó a la Cruz para salvarnos de Satanás, del pecado y de la muerte. Jesús, nos prometió: “seréis mis testigos, hasta los confines del mundo”. Y Él, tiene fuerza para sostener mil mundos.

¡Señor, envuélveme con tu gracia y todo será posible en mí! ¡Quiero manifestar al mundo que, Tú, eres el Hijo de Dios y que, con tu Amor, hasta la muerte en Cruz, ¡me has salvado y redimido! ¡Hazlo Tú Señor en mí! ¡Amén! ¡Amen!

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