VENID A MÍ Y APRENDED DE MÍ

28 « Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso.
29 Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.
30 Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.» (Mt. 11, 28-30)

Jesús, emplea aquí cuatro verbos, que se refieren a Él mismo: “¡Venid a mí!”; “¡Yo os aliviaré!”; “¡Tomad mi yugo!” y, “¡Aprended de mí!”. Son cuatro verbos imperativos porque quién nos los dio, sabe lo que dice porque es Nuestro Señor y Dios. Y todos, van gradualmente: no voy a “tomar” y “aprender de Jesús”, si primero, no voy a Él.
El primero que, nos invita a ir a ÉI, es Él mismo: “nadie va al Padre sino por Mí”, y, “nadie viene a Mí, si el Padre, no lo ha atraído a Sí”. Pero, no tenemos que llorar como si fuéramos huérfanos, pues, el Padre, ya nos adoptó como hijos antes de ser creados y, de existir con uso de razón.
De aquí, el “porque, sólo Yo puedo aliviaros” de vuestras penas y carencias, de vuestros cansancios y agobios. El remanso de nuestras dolencias es Jesús, es como un seno cálido y pacificado donde nuestros males son transformados en bienes porque ese seno es el Amor, es el Espíritu santo. Y todo lo que toca Él, el Espíritu Santo, lo transforma en Amor. Repetimos una y otra vez que, la gracia hace que, “ya no viva yo, sino que es Jesús quien vive en mí”. Es la fe la que hace estas maravillas en nosotros, si le dejamos.
“Cargad con mi yugo”. Y, su yugo no es nunca en solitario, pues siempre será: yo y Otro que, comparte mi peso. Y, el que camina con Jesús, nunca está solo, además, antes de que entráramos en el yugo de Dios, Él, Jesús, lo llevó solo. Cargó con su Cruz hasta la muerte y lo hizo para una obra buena, para su gran obra de Amor. Pero, el ungüento que nutre este estar tranquilos con el yugo al cuello junto a Jesús, es la paciencia, la mansedumbre y, la humildad que, fueron las virtudes que Él nos trajo desde el cielo. Para que se vea que una fuerza tan extraordinaria sólo es de Dios y, nosotros aquí como el que recibe.
¿Qué objeciones hacemos a Dios para tomar sobre nosotros el yugo de Dios? Ninguna porque cuando estamos bajo su peso que, es ligero, experimentamos todas sus grandes virtudes, las de Jesús, el Hijo de Dios. En la dulzura del peso de la Cruz de cada día, sólo podemos prorrumpir en alabanzas y acción de gracias. ¿Qué he hecho yo de meritorio para que Dios me asemeje en todo a Jesús, su Hijo? ¡Nada, para recibir el ungüento precioso del Amor!
¡Jesús, que no huya o me esconda de la gracia que me persigue hasta darme alcance! ¡Qué mis tibiezas y olvidos de Dios no nublen mis ojos y el corazón a tanta generosidad con la que Jesús quiere rodearme porque, “No duerme ni reposa, el Guardián de Israel” y, siempre, “me cubre con su Sombra” y “está a mi derecha!”
¡Seamos, olvidadizos para el mal y despiertos, para el Amor! ¡Qué así sea! ¡Amén! ¡Amén!

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