MAESTRO, QUE RECOBRE LA VISTA

46 Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino.
47 Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!»
48 Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!»
49 Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle.» Llaman al ciego, diciéndole: «¡Animo, levántate! Te llama.»
50 Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús.
51 Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?» El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!»
52 Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado.» Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino. (Mc.10, 46-52)

Los ciegos en Israel padecían un mal irreversible que les hacía descender en su condición humana y dignidad: no les quedaba otra salida en la vida que la mendicidad en donde había afluencia de gente. Por tanto, vivían de limosnas. Bartimeo es uno de estos desgraciados que pacientemente estaba al borde del camino. Pero este día que relata el evangelista algo cambió su vida: “Oyó que pasaba Jesús Nazareno”, el taumaturgo de Galilea. Bartimeo estaba ciego, pero no era ni mudo ni sordo y había oído las maravillas que obraba Jesús en los enfermos que le pedían la salud para sus males…

Una luz fuerte de esperanza se despertó en su espíritu y, prescindiendo de quienes le rodeaban, comenzó a gritar con fuerte voz: “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!”. Y gritaba no una vez, sino repetidamente, para que Jesús le oyera, para que su corazón se conmoviera como estaba el suyo, repleto de fe... Algunos de los presentes le regañaban para que no gritase, porque esas formas no correspondían al trato con el Mesías. En cambio, otros, llenos de la misma fe que el ciego, lo animaban a gritar más fuerte… ¡Y el ciego no cesaba en su empeño!... Jesús, por fin, dijo a los presentes: “¡Traédmelo!”. Y el ciego, no sólo anduvo hacia Jesús, sino que voló a su encuentro corriendo... Y: “¿Qué quieres que haga por ti?”: “¡Jesús, que pueda ver!”… Y al punto, recobró la vista...

Esta historia está relatada con tanta viveza que nuestro espíritu no puede dejar de conmoverse, como lo estaba el ciego y los presentes que vieron a este curado y “desorbitado” en alabanzas a Dios y acciones de gracias, por la bondad que mostraba en su Elegido, en su Mesías...

Sólo, el que ha arriesgado su fe, poniendo un reto a Dios, y ha sido escuchado en su petición, ya sea reclamándole salud física o espiritual o cualquier otra cosa que le sea vital, digo que sólo el, puede comprender las emociones y la alegría que embargaban a este pobre ciego, pues acercarse a Jesús es quedar tocado de sus sentimientos, que por ser divino- humanos, son purísimos y llenos de luz y amor...

¡Seamos ávidos de entrar en el Corazón de Cristo, todo bondad y misericordia, que nunca dejará de escuchar y bendecir nuestras necesidades, hechas con pobreza, humildad de corazón y mucha carga de confianza segura en Dios!...

¡Su Espíritu Santo es poderoso para salvar y hacer de un hombre, quizás muy apegado a los bienes de este mundo, un hijo de Dios y, por tanto, un santo!... “El que se acerca al Espíritu Santo de Dios queda hecho Uno con Él”, un santo.

¡Oremos y oremos, con sencillez y mucha fe, porque seremos escuchados!… ¡Amén, amén!...

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