¿SABÍAS QUE…

… DOMINGO CONTABA CON UN AMOTINADO ENTRE SUS FILAS? 

Espero que nadie estuviera pensando que los compañeros de Domingo eran todos unos ángeles caídos del cielo. Entusiastas, sí; entregados, también… pero con sus debilidades como cualquier otro. Y una de estas debilidades se convirtió en la prueba de fuego para nuestro querido Domingo. 

Amaneció un sol radiante, preámbulo de un día especialmente caluroso. Era el 15 de agosto de 1217, y los frailes se levantaron al toque de campana, dispuestos a celebrar con toda solemnidad la fiesta de la Asunción de María. 

Terminado el Oficio Divino, nuestro amigo se puso en medio de la Comunidad y les anunció que estaba todo decidido: ese día se dispersarían para llevar el Evangelio por el mundo entero. 

Como vimos en el capítulo anterior, este proyecto no contaba con el apoyo de ninguno de los grandes amigos del castellano, ¡ni siquiera del obispo Fulco!, pero Domingo veía claramente que era lo que su Señor le pedía, ¡y no le haría esperar más! 

Los ojos de nuestro amigo brillaban de pura emoción mientras hablaba. Lamentablemente, a nadie se le ocurrió la feliz idea de tomar notas, pero se lo perdonaremos, por aquello de que debían de estar todos impresionados, expectantes… y tal vez asustados. El castellano les hablaba con palabras de fuego, les animaba a llevar el amor de Cristo a todos los lugares, les recordaba la misión que la Iglesia les había encomendado… Una y otra vez volvía sus ojos a la imagen del Crucificado, hablando con más pasión que nunca del amor del Señor, ¡del privilegio que tenían de poder vivir solo para Él, al estilo de los apóstoles, y ser predicadores de ese Amor hasta el extremo! 

Claro, ante aquella arenga tan entusiasta, a todos los presentes se les encendió el corazón, ¡y se levantaron dispuestos a ir a donde hiciera falta! 

Se reunieron en el claustro del monasterio, cada uno con un pequeño atillo donde llevaban algún libro para seguir estudiando. A Domingo le resultaba difícil contener la emoción viendo a aquel grupo de hombres, elegantemente vestidos con sus hábitos blancos, preparados para salir hacia donde el Señor les enviara. ¡¡Había soñado tanto con ese momento…!!

No podía negar que su corazón de padre se desgarraba al pensar en separar a sus hijos, sabiendo que, tal vez, no volverían a reunirse nunca más. Pero, al mismo tiempo, sabía que esos frailes, esa obra, no era suya, sino de Jesucristo, ¡no podía retenerlos cuando había tantas almas sedientas del amor del Señor! 

Domingo miró lentamente y con inmenso cariño a sus frailes. Y entonces comenzó a exponer lo que tanto tiempo había orado: fray Guillermo y fray Noel, los dos hermanos que fueron sus primeros compañeros, volverían a Prulla. Nuestro querido fray Domingo, “el Chico”, el que le había acompañado con las prostitutas y que casi acaba chamuscado, iría a España con fray Miguel. Nuestro sereno y sensato fray Bertrán de Garriga iría con otros compañeros a París… 

Lentamente, los 16 frailes fueron recibiendo su nuevo destino. Oraron juntos por última vez. Domingo alzó sus manos y fue bendiciendo a cada uno:

-Que el Señor ponga palabras en tus labios… que la tierra se convierta en camino ante tus pies… 

Acto seguido, los frailes se fueron despidiendo entre abrazos y lágrimas, en una mezcla de ilusión, tristeza y entusiasmo. Domingo abrió de par en par las puertas del convento, como quien abría las puertas al mundo entero. Vio los caminos que se separaban y se perdían en la lejanía. Y se volvió sonriendo a sus frailes. 

Los grupos avanzaron resueltamente, dispuestos a comenzar su andadura. Iban a cruzar las puertas del monasterio, cuando, de pronto, una pregunta rasgó el silencio: 

-¿Y el dinero? 

Todas las miradas se volvieron. De pie, en medio de todos, tenso como la cuerda de una guitarra, estaba fray Juan de Navarra, el más joven de la comunidad, nuestro navarrico siempre tan entusiasta… pero al que ahora una sombra había apagado el brillo de sus ojos. 

-Necesitamos dinero -insistió con una voz tan oscura como una noche sin estrellas. 

Tal vez a ti y a mí esta petición no nos parezca nada del más allá, pero para Domingo era una puñalada en el corazón mismo de la Orden. 

Aunque sentía sangrar su alma, Domingo mantuvo la serenidad mientras le recordaba al joven fraile que, desde el comienzo de su andadura, 20 años atrás, su intuición primera había sido que la Iglesia necesitaba volver a la predicación de los apóstoles: volver a ir por los caminos “sin alforja ni dinero”, anunciando desde la pobreza el amor de Cristo. Y solo unos meses antes, todos juntos habían decidido que serían “mendicantes”, que irían pidiendo el pan cada día, confiando en la Providencia… 

-Las monjas tienen rentas -insistió, terco, el navarrico. 

-¡¡Ellas no van por los caminos!! -respondió, encendiéndose, fray Noel- ¡¡Ellas no pueden mendigar el pan y tú sí!!

Domingo le pidió con una mirada que guardase silencio y mantuviera la calma. El ambiente iba volviéndose tenso por momentos. No era esa la despedida que nuestro Padre había soñado… 

-No me iré si no es con una bolsa de dinero para el viaje -repitió fray Juan, tozudo como una mula. 

Domingo se dio cuenta de la gravedad de la situación. No era un problema de monedas. Lentamente se acercó al joven y, cuando estuvo frente a él… cayó de rodillas. 

-Hijo mío… hijo mío… 

Y la voz se le quebró en la garganta. Con lágrimas surcándole el rostro, Domingo comenzó a suplicar a fray Juan que no se dejase vencer por el miedo, ¡que confiara en el amor y el cuidado del Señor! Él, que cuida de las flores y de los pájaros, ¿cómo no cuidará a sus hijos? 

Todos estaban mudos ante la escena. Santo Domingo, arrodillado frente al joven frailecillo, hablándole con palabras llenas de ternura, entrecortadas por el llanto, rogándole que diera ese salto de confianza, ¡que no confiara en el dinero, sino en el amor de Cristo! 

Con los ojos aún llenos de lágrimas, desde el suelo, Domingo miró fijamente a fray Juan, esperando anhelante su respuesta. 

-No me iré sin dinero -repitió con voz fría. 

Domingo agachó la cabeza, sintiendo en su corazón la tristeza de Jesús, esa misma tristeza que sintió ante el joven rico… El castellano cerró los ojos y así, de rodillas como estaba, oró al Señor por un instante. ¿Qué debía hacer? ¿Obligarle a obedecer? ¿Expulsarle? 

Nuestro amigo se puso en pie, secándose las lágrimas. Miró con tristeza a fray Juan, que permanecía impasible, y, acto seguido, con un suspiro lleno de dolor, Domingo tomó su decisión: 

-Fray Esteban… 

-¿Sí, Maestro Domingo? 

-Ve y prepara una bolsa de dinero para fray Juan. 

PARA ORAR

-¿Sabías que… el Señor nos pide tener misericordia? 

Eso fue lo que decidió Domingo: tener misericordia, dar tiempo al joven fray Juan para crecer en confianza, ¡para hacer un proceso! Y esto es precisamente lo que Cristo nos pide que hagamos. 

En el evangelio, encontramos un pasaje muy extraño en el que Jesús nos explica cómo debe ser la corrección fraterna entre los cristianos: 

“Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos (…). Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un publicano” (Mt 18, 15). 

Teniendo en cuenta cómo eran tratados los publicanos en tiempos de Jesús, es fácil entender en estas palabras que lo que hay que hacer es expulsar al pecador, dejarle fuera, ignorarle, ¿no crees? 

Pero, ¡ay!, ¡los apóstoles entendieron algo muy diferente! Sí, porque ellos… ellos habían visto cómo trataba Jesús a los publicanos: les acogía, les llamaba por su nombre (como a Zaqueo), ¡iba a sus casas y comía con ellos!

Lo que Jesús nos está indicando es que hay un límite para la corrección: por mucho que hagamos o digamos, el verdadero cambio solo puede darse desde el interior de la persona, ¡tiene que querer cambiar! Nuestra misión es hablar, mostrar el error… pero la decisión del cambio no está en nuestras manos. Solo nos queda dar tiempo, esperar sin condenar, permanecer a su lado con cariño… hasta que el amor de Cristo derrita el hielo en su alma y se llene de luz. 

Así pues, lo que nos indica Jesús es que, donde termina la corrección… comienza la misericordia. 

VIVE DE CRISTO 

Pd: Si quieres saber la situación final de los grupos de frailes y los destinos que les asignaron, puedes verlo aquí.

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