¿SABÍAS QUE…

...A DOMINGO LE LLOVIÓ FUEGO?

Era lo único que le faltaba a nuestro pobre Domingo. Y no estoy hablando en sentido figurado. Por supuesto que esperaba que le lloviese “fuego” por parte de los líderes cátaros cuando se enterasen de la conversión del grupo de jovencitas… pero eso no pasaría de palabras un tanto “encendidas”. Sin embargo, algo mucho mayor estaba a punto de ocurrir…

Domingo había pedido a las chicas que tuviesen paciencia en lo que él oraba cuál era el siguiente paso a dar. Ya sabes tú lo pacientes, tranquilas y poco persuasivas que somos las mujeres de habitual, especialmente cuando tenemos un proyecto entre ceja y ceja… pues eso, que a nuestro pobre amigo le traían frito. ¿Cuánto les iba a hacer esperar? ¡Que ellas estaban deseando empezar una vida nueva, ser solo para el Señor! Y Domingo, erre que erre a pedir calma… y a suplicar al Señor que le diese una solución. Sin presionar, pero la necesitaba lo más rápido posible, por el bien de todos…

El Señor ya le había indicado que debía comenzar su Orden con un monasterio femenino, sí, pero… ¿de dónde sacas un convento? Sobre todo si vives como okupa en un aposento miserable, comes de lo que mendigas y tu ciudad está plagada de herejes nada dispuestos a ayudarte. No, el asunto no iba a arreglarse tan fácilmente… y, sin embargo, el joven castellano se levantaba contento cada mañana, convencido de que Cristo le mostraría lo que debía hacer y que la Orden que tanto tiempo llevaba soñando, pronto vería la luz.

Un día, mientras oraba contándole a su Señor todas estas cosas, salió de la ciudad. Nada más dejar atrás las murallas, a escasos metros, en la colina, había un mirador. Le encantaba rezar en ese lugar, observando la amplitud del valle…

Y ahí estaba él, embelesado, disfrutando del momento cuando, de pronto… una enorme bola de fuego cayó desde el cielo.

Domingo la vio, ¡era imposible no hacerlo! Una bola de fuego enorme, brillante, ¡deslumbrante!, que caía a toda velocidad… hasta chocar en un punto lejano de la colina. Nuestro amigo esperaba ver subir una columna de humo por el previsible incendio que habría provocado… pero no sucedió nada. La bola de fuego, simplemente, había desaparecido sin dejar rastro.

Domingo volvió a su cuartucho rascándose la barba. ¿De dónde había salido esa bola de fuego? Y, sobre todo, ¿cómo era posible que desapareciese sin prender nada, sin dejar ni una señal? Se sacudió la cabeza: no, aquello era imposible. Lo más seguro es que fuese una imaginación. Definitivamente, tenía que mendigar un poquito más de pan…

Al día siguiente, continuó su jornada de forma habitual. Y, al llegar el ratito que tenía reservado para estar con Cristo, distraídamente, casi sin darse cuenta, volvió al mirador. Estaba alabando al Señor por la belleza del atardecer cuando, de pronto… una enorme bola de fuego cayó del cielo.

¡¡Era igual que la del día anterior!! Las mismas llamaradas, la misma luz… y fue a parar exactamente al mismo lugar, allá a lo lejos, en la colina… desapareciendo al instante.

Domingo se frotó los ojos. Evidentemente tenía que ser un espejismo, un juego de las luces del atardecer… La cuestión es que había comido más que el día anterior…

Aquello ya le estaba mosqueando. Así pues, al tercer día, fue al mirador dispuesto a averiguar qué sucedía. Esperó, esperó… y no sucedió nada. Domingo casi respiró aliviado: sí, tenían que ser imaginaciones… Pero, cuando ya estaba a punto de irse, ¡cayó una bola de fuego del cielo! Y cayó exactamente en el mismo punto que los días anteriores. A lo lejos, en la colina.

Domingo se fijó muy bien en el sitio que era, ¡y se encaminó a hacia allí! ¿Qué podía haber en ese lugar? ¡Iba a descubrirlo!

Tras un rato de caminata, aparecieron unas cuantas casas dispersas y, en el lugar exacto donde habían caído las bolas de fuego… había una iglesia abandonada, completamente en ruinas. Pero no solo era una iglesia. Allí estaba destartalada la que fue un día la enorme casa del capellán, una pequeña tapia rodeando un amplio jardín… Al instante, la mente de Domingo dibujó las paredes que el tiempo había derrumbado. No, no era solo una iglesia: aquello podía ser perfectamente la estructura base… de un monasterio.

Esa insignificante aldea se llamaba Prulla. Y esa iglesia era la Iglesia de Santa María de Prulla. Domingo lo comprendió: el Señor le estaba indicando dónde debía empezar aquella obra que tanto tiempo llevaba soñando. Aunque Domingo no tuviese más que un pequeño grupo de jovencitas, aunque era solo una semilla, el Señor había elegido el terreno. ¡¡Llegaba la hora de la plantación!!

Pd: El mirador que tanto le gustaba a Domingo se ha conservado en Fanjeux y, por este episodio, ahora recibe el nombre de Siegnaudou (en latín, “Signum Dei”; es decir, “Signo de Dios”).

PARA ORAR
-¿Sabías que… el Señor también te habla por el fuego?

Vale, no es muy habitual ver caer bolas de fuego del cielo… pero el hecho es que, al igual que a Domingo, Cristo se ha comprometido contigo. Él es el Buen Pastor y, como tal, ¡asegura que cuida tu camino! Y no deja de guiar tus pasos con mil señales. Tal vez se nos pasen desapercibidas, ¡pero Él sigue insistiendo! La verdad es que creo que cuenta con ello: ¡imagínate que un gran santo como Domingo necesitó que le repitiera tres veces el enorme milagro de la bola de fuego para enterarse! Cristo tiene mucha más paciencia y misericordia con nosotros que nosotros mismos… Él cuenta con ir guiándote poco a poco, ¡e incluso sabe transformar tus errores o desvíos en parte de su plan de amor para ti! No es cuestión de desconfiar de tu capacidad, ¡sino confiar ciegamente en la Suya!

Cuando sinceramente nos dejamos guiar por Él, sentimos lo mismo que los discípulos de Emaús: “¿No ardía nuestro corazón cuando íbamos con Él de camino?” ¡Ahí tenemos nuestra llamarada de fuego!

Un encuentro providencial, un proyecto que surge en tu corazón, una invitación inesperada… el Señor puede manifestarse de mil formas, pero siempre deja su huella: ¡el fuego de Su amor en tu corazón! ¿Dispuesto a dejarte guiar por él?

VIVE DE CRISTO

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