¿SABÍAS QUE

¿SABÍAS QUE… DOMINGO CAYÓ EN LOS BRAZOS DE UNA MUJER?

Y de una mujer de pésima reputación y peores intenciones, para más señas. Si la inmensa mayoría de los ciudadanos ya les miraba arrugando el ceño, después de esto, la mala fama estaba garantizada.

Domingo y “el Chico” divisaron la ciudad cuando ya había anochecido. Algunos soldados, al servicio de Montfort, vigilaban las puertas. Habían sido informados por el conde de la llegada de nuestros amigos, así que, en cuanto llegaron, les guiaron a una posada para pasar la noche.

El posadero, serio y parco en palabras, obedeció a las instrucciones del capitán a regañadientes. No estaba precisamente feliz de acoger a los predicadores en su casa, y no se esforzó ni un poquito en disimularlo. Sin embargo, les preparó una mesa para que pudiesen cenar.

El “Chico” se desplomó en el asiento de reventadito que llegaba. Cerró los ojos. Todavía le temblaban las rodillas por todo lo vivido esa tarde. Hombre, le gustaban las aventuras, pero los labradores queriendo asesinarles, el milagro de la tormenta… aquello ya era mucho para él. Solo pensaba en tomar un mendrugo de pan y poder dormir un rato.

Domingo, sin embargo, observaba atento la sala. El movimiento de gente entrando y saliendo era constante, en medio del bullicio desordenado y el sonido de copas y platos mezclándose con las voces de algunos que se habían excedido con el vino.

Justo en ese momento…

Nuestro amigo sintió que alguien se echaba suavemente sobre su espalda. Unos brazos finos y llenos de alhajas se deslizaron como serpientes por sus hombros, abrazándose a su pecho. Los bucles, largos y sedosos, de aquella mujer cayeron como una cascada sobre él cuando ella acercó los labios a su oído, en un susurro ardiente:

-¿Qué hace un caballero como vos, solo, en una noche como esta?

Y, como cerrando la pregunta, posó un suave beso en la mejilla de Domingo.

Poco le faltó al “Chico” para pegarse al techo del susto. Se puso en pie de un salto y enganchó el taburete a modo de arma. Le hubiese gustado ponerse a gritar como un loco: “¡¡¡Quítale las manos de encima!!!”, pero la mirada serena de Domingo le hizo guardar silencio.

El castellano indicó a su compañero que acercase otro taburete para la joven. Perplejo, el “Chico” obedeció. La mujer se sentó con una radiante sonrisa de triunfo.

-Eres preciosa… -dijo Domingo mientras le ofrecía un vaso de agua.

-Lo sé -respondió ella, coqueta, mientras se recolocaba el cabello lanzando una mirada pícara al castellano.

-No me refería a esa belleza -contestó nuestro amigo, sonriente- Eres preciosa a los ojos de Dios. Eres tan valiosa…

Y, mientras pronunciaba estas palabras, acarició con un cariño infinito la mejilla de la joven. La chica se quedó inmóvil. Hacía ya mucho tiempo que nadie le hablaba con dulzura. Sintió la mano de Domingo rozando su rostro. Era una caricia diferente a todas las demás. Esa caricia no quemaba su piel… sino que llegaba hasta su corazón y lo sanaba. Por primera vez, esa mujer se sintió amada, pero amada con un amor distinto a todos los que había conocido: un amor que no buscaba poseerla, que ni siquiera buscaba ser correspondido. Un amor que era reflejo de un Amor más grande. Un amor libre. Un amor célibe.

Y, en ese instante… en los brillantes ojos de la chica Domingo descubrió una terrible sombra de tristeza.

-¿Quién eres? -preguntó con suavidad a la joven.

Uno de los borrachos, riendo escandalosamente, se abalanzó sobre la mesa de nuestros amigos.

-¡¡¡Una perdida!!! Eso es lo que es, ¡¡una perdida!! -el borracho trató de enderezarse, entre las risas de sus compañeros. Se acercó a Domingo y, dándole una fuerte palmada en la espalda, le dijo a modo de confidencia a voces- Estás de suerte, curita… Esta prostituta es la mejor de todas. ¡¡Hasta los extranjeros hacen escala en Toulouse solo para pasar una noche con ella!!

El borracho, tosiendo entre carcajadas, se dio la vuelta y, tambaleándose, salió de la taberna. La joven, que parecía tan segura de sí misma un momento antes, ahora había bajado la mirada. Domingo se dio cuenta de que la chica se encogía levemente, como si quisiera desaparecer.

-Yo no era así… -murmuró la chica en un susurro casi imperceptible.

Seguía con la cabeza gacha y el cuerpo encogido, como si llevase un peso enorme sobre sus espaldas. Domingo le puso la mano en el hombro… y una lágrima surcó silenciosa la mejilla de la joven.

Había nacido en una familia campesina, pobre, pero honrada. Huérfana de madre desde muy niña, vivía con su padre y su hermano mayor hasta que comenzó la guerra. En ese momento, los dos varones decidieron alistarse, creyendo, como tantos otros, que el sueldo de soldados les sacaría de la penuria. Pero sus sueños murieron con ellos en el primer combate. Eran campesinos, sin experiencia en armas…

La prostitución fue la salida que la joven encontró. Las continuas maniobras militares aseguraban el movimiento de soldados y, con ellos… la creciente demanda. Nunca le habían faltado clientes. Ni a ella… ni a sus numerosas compañeras. Huérfanas de la guerra, prostitutas ahora de soldados y mercaderes.

No necesitó saber mucho más Domingo para pedirle a la mujer que les llevase con el resto de jovencitas. El “Chico” se hacía de cruces.

-Por Dios y por la Virgen, fray Domingo -susurró entre dientes- No creo que sea buena idea… en plena noche… con estas compañías…

-¿Y perder la oportunidad de traer estas ovejitas al rebaño de Cristo?

La sonrisa tranquila del castellano desarmó a su compañero, y juntos se encaminaron a uno de los barrios más pobres de la ciudad. Conocieron a las chicas, sus nombres, sus historias… La presencia de nuestros amigos fue un rayo de esperanza, que les hizo experimentar en sus almas un amor diferente: el Amor de Cristo.

Pasado un tiempo, el asunto fue tomando forma… y las jóvenes pidieron a Domingo que les ayudase a cambiar de vida. La noticia corrió como la pólvora entre todos los pueblos y comarcas: ¡¡la famosa “prostituta de Toulouse” se había convertido!!

Nuestro amigo planeó visitar al obispo Fulco: necesitaría su ayuda para conseguir rápidamente un lugar donde montar un hospicio y acoger a las mujercitas, que tal vez un día podría convertirse en convento. ¡¡El castellano estaba seguro de que aquellas jóvenes tenían madera!!

Pues sí. Las primeras chicas de Domingo fueron herejes; las segundas… prostitutas. ¡Y esas son nuestras raíces! Son la prueba de que Cristo puede resucitar cualquier historia…

PARA ORAR
¿Sabías que… Cristo te valora por quien eres?

Perdida. Así es como llamaban a nuestra prostituta. Perdida.

En la parábola de la moneda (Lc 15,8 y ss.), la moneda se perdió… ¡¡pero eso no hizo que perdiera su valor!! ¡Seguía siendo “una moneda valiosa”, seguía siendo digna de que la mujer revolviera toda la casa por encontrarla!

Cristo te ama con locura, y nadie desea más que Él que seas feliz. Todos y cada uno de sus preceptos y mandamientos buscan señalarte el camino, cuidarte, proteger tu corazón. Apostar por Él, desear vivir en santidad, ¡es confiar en este plan de Amor! ¡Él te cuida y te dará en todo momento lo mejor!

Sin embargo… obedecerle no hará que te quiera más. ¡¡Ya te ama sin medida!! Cristo no sabe, ni quiere ni puede hacer otra cosa que no sea amarte hasta el extremo. Su cruz lo demuestra.

Puedes perderte, equivocarte… pero nada de lo que hagas hará que pierdas tu valor a los ojos del Señor: ¡¡eres su hijo amado, ha derramado toda su sangre por ti!! Su amor no depende de nuestros actos. Depende de Su corazón. Y ahí sí podemos tener certeza: su amor es infinito… incondicional.

VIVE DE CRISTO

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