¿Sabías qué…

¿SABÍAS QUE… A DOMINGO LE TOCÓ BAILAR ENTRE LEONES?

Er, bueno, igual no fueron tantos… Fue solo uno, ¡pero valía por cuatro!

El grupo de jinetes escoltó a Domingo todo el viaje desde Prulla a Fanjeaux. Viendo que nuestro amigo no dejaba de cantar “a grito pelao”, comenzaron a burlarse, comentando que muy pronto dejaría de tener motivos para tanta música…

Las murallas de Fanjeaux aparecieron al final del camino, marcadas por la reciente contienda. El fuego había hecho estragos en la ciudad. Como ya hemos comentado, Simón de Montfort, con tal de vencer, no reparaba en gastos…

Avanzando por las maltrechas callejuelas, llegaron al castillo, ahora bien custodiado por los soldados del conde. Sin mediar ninguna explicación, llevaron a Domingo a la sala principal. No acusaremos a estos soldados de falta de diplomacia… total, era más que evidente lo que iba a suceder; mejor nos ahorramos las explicaciones.

Las enormes puertas de la sala se abrieron lentamente. Y, por fin, Domingo y Montfort se encontraron cara a cara.

-Dejadnos a solas -espetó el conde, mirando fijamente a nuestro amigo.

Domingo le sostuvo la mirada. Simón se alzó de su asiento y, lentamente, avanzó hacia él. El castellano tuvo tiempo de sobra para comprobar que, efectivamente, tal y como había oído, el conde era un tipo bastante alto, de anchas espaldas, fuerte y enérgico.

Por su parte, Montfort comentó en alta voz que se sentía un tanto decepcionado… Ahora que tenía ante sí al misterioso sacerdote castellano, resulta que era un hombre no precisamente alto, delgaducho y medio rubio… vamos, que no tenía porte para ser un revolucionario…

El conde escupió esa última palabra con un retintín de lo más elocuente. Y, con total tranquilidad, desenvainó un pequeño puñal que llevaba en el cinto y comenzó a acariciar su filo.

—Habladme de vos… de lo que estáis haciendo en mi aldea de Prulla… -susurró el conde, en un falso tono amable, mientras caminaba con paso lento alrededor de Domingo.

Sí, aquello era bailar con un león. Y Domingo lo sabía. Una sola palabra mal interpretada… y ese puñal acabaría con la historia del supuesto revolucionario.

Pero Domingo tenía los ojos fijos en el crucifijo que Simón había ordenado colocar presidiendo la sala. Sabía que era Cristo, y no Montfort, su verdadero y único Señor. Comenzó a hablar con total serenidad, sin que le vacilase ni siquiera un poquito la voz. Ya solo ese detalle descolocó enormemente a Simón, acostumbrado como estaba a que hombrones hechos y derechos temblasen ante él cual hoja de árbol. Aquel extranjero esmirriado, en cambio, seguía tranquilo, como quien está compartiendo sus últimas aventuras con un amigo.

Montfort dejó de caminar. Jamás le había ocurrido algo así. Había tenido criados, soldados, aliados… pero jamás había tenido un amigo, alguien que no le tratase con miedo o con interés. Alguien que le tratase como un igual. Alguien a quien ni siquiera la amenaza de un puñal pudiera doblegar.

A medida que hablaba, el conde descubrió que, bajo esa apariencia frágil, se escondía un espíritu digno del más noble y valiente caballero.

Domingo le habló de la misión real en Dinamarca, de la conversación con el posadero hereje, de las chicas convertidas… Y, de pronto, el resplandor de la hoja del puñal le hizo recordar aquella otra espada que hacía no mucho también le amenazó de muerte…

-¿Enviaron un sicario para mataros? -el conde parecía realmente asombrado- ¿Y cómo escapasteis?

Nuestro amigo inclinó la cabeza, suspirando:
-No soy digno del honor del martirio, señor conde. El sicario se marchó.

Simón, soltando una sonora carcajada, dio una palmada en la espalda a Domingo. El gesto quería ser amistoso, pero poco le faltó al castellano para perder el equilibrio y acabar en el suelo.

-Fray Domingo, ¡ciertamente tenéis agallas!

Montfort volvió a sentarse, ahora mucho más relajado. Estaba muy satisfecho de las conclusiones que sacaba de la “entrevista”. Era evidente que Domingo no era un hereje (así que no tenía que eliminarle), pero, además, tenía una personalidad curiosa, sorprendente… fascinante. Le había caído simpático, y eso no era algo que sucediese con frecuencia.

Le dio permiso para continuar su labor en Prulla y se despidió comentando que se sentiría feliz de ayudarle en lo que necesitara. Prometió que volverían a verse… muy pronto. Domingo sonrió descubriendo en esas palabras un sentimiento verdadero, no una amenaza. El terrible león, para él, se había vuelto manso gatito. Supongo que Domingo nunca experimentó tan a lo vivo lo que es “hacer amigos hasta en el infierno”…

PARA ORAR
¿Sabías que… solo un corazón confiado puede mantenerse tranquilo?

Es de esperar que a nosotros nadie nos haga una entrevista con un puñal en la mano… y, sin embargo, muchas veces sentimos la realidad tan estresante o amenazadora como si del mismo Montfort se tratara.

Tristeza, agobio, estrés… son los peculiares “cuchillos” que logran hacer temblar nuestro interior. La pregunta es, ¿cómo pudo Domingo mantenerse sereno frente a la amenaza?

La clave de nuestro amigo fue su confianza en Cristo. Nada de lo que sucede en tu vida escapa del control de Jesús. Y, saber que, quien tiene la última palabra, es una Persona que te ama… es motivo de descanso para cualquier corazón.

Pero que nadie piense que bailar serenamente “con leones” es algo que sale de forma espontánea a unos pocos privilegiados. No, no, que aquí todos somos muy humanos… Si Domingo pudo vivir así este peculiar encuentro, fue porque estaba “entrenado” en el día a día, en las dificultades cotidianas, a abandonarse en las manos cariñosas de Jesucristo.

Abandono y confianza. He ahí la clave de un corazón que puede descansar, que puede afrontar cada jornada con una sonrisa, porque sabe bien que “el Señor sostiene mi vida”.

¡Qué bueno es saber que, quien mantiene todo el universo, cuida cada uno de tus pasos!

VIVE DE CRISTO

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