¿SABÍAS QUE…

… DIEGO NO SUPERÓ LA RENUNCIA DE DOMINGO?

O al menos eso fue lo que dijeron las malas lenguas… que siempre las ha habido, para qué vamos a decir lo contrario…

Como bien sabes, Diego quería a Domingo como a un hijo, habían enfrentado toda clase de peripecias juntos, ¡eran un equipo! Invitarle a renunciar al subpriorato no había sido una decisión fácil para él. Pero sabía que sería lo mejor para Domingo, lo mejor para que pudiese seguir adelante esa obra que sentía que era realmente del Señor. Así que, en cuanto lo vio claro en la oración, ¡le faltó tiempo para llevarlo a cabo!

Diego era un recio castellano… y un experimentado diplomático. Vamos, que, delante de la gente, a él no se le movió la ropa ni un poquito. ¡Como si despedirse de su mejor colaborador fuese la cosa más simple del mundo!

Pero, por dentro… ¡uy, esa es otra historia! Por dentro el viejo obispo sentía que se le desgarraba el alma. Se marchaba feliz, es verdad. Sentía que había hecho todo lo que estaba en su mano para proteger la misión, y ahora ya la dejaba en manos del Señor. Estaba feliz, ciertamente, pero le hubiese gustado mucho más poder quedarse allí, como misionero de primera fila, cumpliendo el sueño de su juventud… pero no, a él no le estaba permitido renunciar a su diócesis.

Domingo fue el único capaz de percibir esa sombra de nostalgia en los ojos de su obispo. Y aquel último abrazo tuvo un sabor agridulce: al decirse “adiós”, los dos supieron que no volverían a verse.

Pero de estos sutiles trejemanejes que se traían los dos amigos, el resto de la aldea no captó nada, y para ellos la fiesta continuó alegremente. Desde luego, no les faltaban motivos para celebrar: el obispo había traído una fuerte suma (bueno, quizá no era para tanto, pero, acostumbrados como estaban a llegar raspando a fin de mes, aquello era una millonada), por lo que las obras para continuar la construcción de la Santa Predicación, ¡estaban aseguradas!

Y no solo eso: el obispo prometió que, aprovechando el viaje de vuelta a Castilla, pararía a visitar a todos los obispos que pudiera, para animarles a cuidar y proteger el proyecto de Domingo.

¡Imagina los gritos y los vítores! Alguno incluso se vino un poquito arriba, con aires de grandeza, pero se lo vamos a perdonar: de ser una aldea perdida en medio de la nada, que no aparecía ni en los mapas, a convertirse en un territorio protegido, ¡¡era lo más parecido a conseguir un ascenso!!

Así que Prulla despidió a Diego entre aplausos y sonrisas, correspondidas por la simpatía del viejo obispo. Ya solo pudo cruzar su mirada por un instante con Domingo para darle, desde lo alto del caballo, su bendición. No necesitaron más para entenderse. Se despedían, sí… hasta el cielo.

Diego cumplió su palabra. Durante el viaje de regreso, obligando a su comitiva a hacer pequeños desvíos, fue contando lo que sucedía en Prulla a todos los obispos que pudo.

Nuestro viejo amigo llegó a la catedral de Osma a finales de Diciembre. No se encontraba bien. Por supuesto no faltaron los que le repitieron (al menos un millón de veces) que, a su edad, no podía permitirse andar cruzando los Pirineos en pleno invierno cual si de un mocito imberbe se tratase. Entre el cansancio que traía y las “letanías de bienvenida”… sí, lo mejor que podía hacer era irse a la cama.

El problema fue que, al día siguiente, se encontraba aún peor. La noticia de que Domingo había renunciado al subpriorato corría como la pólvora, así que muchos decían que ese era el mal que afligía al obispo. Pero, no, yo creo que no. En realidad, Diego estaba satisfecho, con la sensación del deber cumplido… y con muchas ganas de llegar a Casa. Había ido a Prulla a despedirse. Ya no tenía más que hacer aquí.

A los pocos días, con una sonrisa en los labios, Diego, nuestro querido obispo, entregó su alma al Señor. Todo estaba bien hecho. Ciertamente, su vida había sido muy distinta a lo que había imaginado, ¡pero se marchaba feliz! Se iba contento, muy contento, por tantas aventuras que Cristo le había confiado. Y ahora llegaba el momento (¡tan deseado!) de poder, también a Él, darle un abrazo.

PARA ORAR
-¿Sabías que… todos necesitamos un “custodio”?

Eso es lo que fue Diego para Domingo, un “custodio”, una especie de “San José”, que, desde el silencio, en la sombra, cuidó los primeros pasos del proyecto de Domingo, igual que ese Santo cuidó los primeros años del Niño Jesús. Cristo aceptó ese inicio pequeño, frágil… ¡¡y así sigue sucediendo hoy con sus obras!!

Realmente, el mayor mérito de Diego fue el ser capaz de apostar por el proyecto de Domingo cuando aún no era nada. Luchó con él y por él, aceptando, con una humildad digna de elogio, quedar en un segundo puesto, en la sombra.

En la catedral de Osma, subiendo por la nave del lado izquierdo, se llega a la capilla del Cristo. En una de las paredes, hay esta inscripción: “Hic jacet illustr. D. Didacus Aceves, Ep. Oxomensis” (“Aquí descansa el ilustre don Diego Acevedo, obispo de Osma”). Nada más. Ni una mención a todo lo que hizo. Solo el silencio.

Diego nunca quiso figurar, ni tener el protagonismo. Sin embargo, seamos claros: sin el apoyo de su obispo, Domingo jamás habría podido llevar adelante su proyecto. Y eso significaría que… ni yo estaría escribiendo esto, ni tú lo estarías leyendo.

Aunque la Historia le haya dejado un poco de lado, ¡este viejo obispo no deja de ser “el abuelo de la Orden de Predicadores”!

¿Y tú? ¿Alguna vez te has detenido a dar gracias al Señor por tantas personas que, sin hacer ruido, sin llamar la atención, han luchado por ti? ¿Te has fijado en cuántos “custodios” has tenido en tu vida? Esas personas que, sin pedirte nada a cambio, te han ayudado o apoyado, y que, en el fondo, gracias a ellas, ¡hoy eres quien eres!

Y, si hasta el Niño Jesús quiso contar con este apoyo, ¡abre los ojos! ¿Quién sabe dónde llegará esa persona que hoy necesita de ti? Tal vez tu ayuda, aunque quede en la sombra, sea lo que marque la diferencia… ¡y en el Cielo lo veremos!

VIVE DE CRISTO

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