¿SABÍAS QUE…

… DOMINGO CAYÓ EN LA EMBOSCADA?

Bueno, tampoco tiene nada de extraordinario, dicho sea de paso. Avisado como iba de que pretendían mandarle al otro barrio, no se le ocurre mejor cosa que hacer el camino cantando “a grito pelao”. En esas circunstancias, pues, hombre, muy inútil tenía que ser el sicario para errar el golpe…

Y no, lo cierto es que de inútil no tenía un pelo. Era todo un profesional. Conocía bien aquella zona, y sabía perfectamente cuál era el recoveco ideal para esperar a su presa: una parte del camino angosta, entre piedras, y muy alejada de cualquier poblado.

El asesino sonrió mientras se escondía un pequeño puñal en el cinto. Estaba convencido de que el curita no iba a ser un problema, pero nunca estaba de más llevar ese arma escondida.

En medio del jolgorio de los pájaros, percibió un extraño sonido. Sí, el curita venía cantando. Ni siquiera iba a tener que esforzarse por saber cuándo llegaría al lugar correcto. Aquel sería el trabajo más fácil y satisfactorio de su vida, pensó, mientras desenvainaba la espada, escondido tras una enorme roca. Y Domingo seguía acercándose, con paso seguro… sin que le temblase ni un poquito la voz.

Las últimas notas de aquella “Salve” se perdieron en un eco entre las montañas. Era como si todo el bosque guardase silencio.

-Muy bonito… -comentó, sarcástico, el sicario, saliendo de un salto de su escondrijo.

El asesino sonreía malévolamente. Su víctima estaba en el lugar perfecto: por mucho que gritase, nadie podría socorrerle. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Bueno, casi todo. Porque, a pesar de empuñar una espada considerable, ese sacerdote seguía ahí, en pie, sereno, ¡y hasta sonriendo! ¡Como si le estuviese esperando!

Había matado a muchos otros antes, y, ciertamente, nunca había encontrado una reacción así… pero tampoco se iba a dejar impresionar. En un fingido acto de misericordia, espetó:

-¿Algún último deseo, curita?

-Sí -respondió Domingo, sin vacilar- Por favor, no me mates de un golpe… Hazme pedazos, para que pueda sufrir más por Cristo.

Y nuestro amigo se hincó de rodillas, alzando los ojos y los brazos al cielo, dando gracias a Dios a grandes voces.

“Desde luego que este tipo está completamente loco”, pensó el sicario, meneando la cabeza.

Realmente, la petición puede sonar un tanto descabellada, ¡pero tiene sentido!

¿Recuerdas que, hace ya tiempo, Domingo y su obispo Diego habían visitado al Papa para presentar su renuncia? En aquel momento, sus planes eran dejarlo todo y marcharse a evangelizar a los cumanos, que tenían la… er… “curiosa” costumbre de… trocear a los misioneros que se les enviaban. (Si quieres recordar este episodio, lo encontrarás aquí: https://www.dominicaslerma.es/vivedecristo/sabias-que/2676-dimision.html).

En fin, pues ese era el motivo por el que Domingo estaba ahora dando gracias a Dios, de rodillas y a voces: porque el sueño de su juventud de morir mártir evangelizando esas tierras lejanas, se lo regalaba en aquellas otras tierras, tan próximas a su patria.

El sicario hizo un ademán burlón y despectivo. Solo le faltaba que, a estas alturas de la vida, le vinieran a decir a él cómo realizar su oficio…

Agarró con firmeza la empuñadura de su espada y dio un paso hacia Domingo. Alzó el brazo, preparándose para asestar el golpe mortal. Lo había hecho muchas veces antes… pero nunca se había encontrado con una víctima que no opusiera ninguna resistencia. Ese sacerdote seguía ahí, sereno, esperándole…

Y fue entonces cuando Domingo, simplemente, le miró. Le miró a los ojos. Y el asesino descubrió que en esa mirada no había miedo, pero tampoco odio. Se dio cuenta de que esos ojos le miraban con inmenso cariño… y el tiempo se detuvo. Experimentó el amor de un padre que nunca había tenido. Y se sintió querido, incluso ahí, en aquel momento en que alzaba su mano para poner fin a la luz de esa mirada. Y se le heló la sangre en las venas. Supo que, incluso matándolo, aquel sacerdote no dejaría de mirarle como a hijo. Como a un hijo al que se quiere, al que se espera. Se trataba de un padre a quien, hiciese lo que hiciese, no podría decepcionar, porque su perdón sería siempre más grande que cualquier ofensa. Y se sintió querido. Y se dio cuenta… de que era incapaz de matarle.

La espada se le cayó de la mano. Escuchó su sonido, frío y duro, al golpear contra el suelo. Retrocedió un par de pasos, lentamente, para, al instante, huir a toda prisa, en un intento desesperado de que el bosque ocultase su llanto.

***

Cuando, al caer la tarde, la silueta de Domingo se perfiló en el horizonte, Prulla al completo estalló de alegría. Tras un día de tensa espera, los dos hermanos y Beltrán prorrumpieron en gritos de alabanza al Señor, mientras todos los vecinos le saludaban y sonreían, aliviados. Por supuesto, se organizó un corrillo monumental en menos de lo que canta un gallo: suponían que la visita a Fanjeaux había ido estupendamente, ¡¡pero todo el mundo quería saber cómo había sobrevivido al ataque!! Porque, aunque descendiente de nobles caballeros, Domingo no tenía pinta de haber guerreado mucho…

Nuestro amigo agradeció el interés y los gestos de cariño. Prometió contarles la historia, pero antes les pidió que le dejasen un momento orar a solas en la iglesia del convento.

Y allí, amparado por los gruesos muros, Domingo se arrodilló ante su Señor, inclinando la cabeza. No se dio cuenta de que había alguien más.

En ese preciso momento, en una de las tribunas que, desde el convento, daban al interior de la iglesia, estaba orando Guillermina, rogando a Dios que cuidara de su Padre…

Solo esa joven fue testigo secreto de aquella lágrima furtiva que escapó de los ojos de Domingo “por no haber sido considerado digno de la gloriosa palma del martirio”…

PARA ORAR
-¿Sabías que… se puede transformar una vida con solo una mirada?

¡Cuántos testimonios hay de personas que cambiaron por completo al recibir una mirada de Juan Pablo II o de la Madre Teresa de Calcuta! Este milagro se sigue repitiendo hoy en día, pues, en el fondo, ¡también así es como actúa el Señor!

Me encanta el relato de la vocación de san Mateo. Nos cuenta el evangelio que este publicano estaba ahí, realizando su trabajo, y Jesús, simplemente, le mira y le dice “Ven”.

¿Qué vio Mateo en los ojos de Cristo para dejar todas sus monedas y sus cálculos, para dejarlo todo y seguirle? Sí, el futuro evangelista tuvo que experimentar un amor que no solía ver en las miradas de los demás. Al fin y al cabo, por su profesión, ¡¡era considerado un traidor, un colaboracionista del imperio romano!! Ciertamente, era algo muy, pero que muy mal visto. Y Mateo se sintió amado ahí, en su realidad, en su pobreza. Pero, tan amado, que, en su propio evangelio, se refiere a sí mismo como “el publicano”.

Ante una mirada tan llena de cariño, solo podía cambiar por completo, pero ya no se avergonzaba de su pasado, ¡¡porque fue ahí donde Cristo le encontró!!

Cuando Jesús toca tu vida, ¡tu historia se convierte en historia de salvación, en motivo para cantar Su misericordia! Él no te pide que cambies para amarte, pero experimentar un amor tan grande, ¡te cambia!

Esa misma mirada es la que Cristo te dirige a ti cada día desde el Sagrario. Bien lo decía el cura de Ars: “Si supieras cuánto te ama, llorarías de alegría”.

VIVE DE CRISTO

Pd: Actualmente, es posible visitar el sitio donde sucedieron estos hechos. Entre Prulla y Fanjeaux, a medio camino, hay alzada una gran cruz de piedra, conocida como “la cruz del sicario”. Ella señala el lugar donde una espada… cayó vencida por una mirada.

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