Nacimiento del bautista

57 Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo.
58 Oyeron sus vecinos y parientes que el Señor le había hecho gran misericordia, y se congratulaban con ella.
59 Y sucedió que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías,
60 pero su madre, tomando la palabra, dijo: « No; se ha de llamar Juan. »
61 Le decían: « No hay nadie en tu parentela que tenga ese nombre. »
62 Y preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase.
63 El pidió una tablilla y escribió: « Juan es su nombre. » Y todos quedaron admirados.
64 Y al punto se abrió su boca y su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios.
65 Invadió el temor a todos sus vecinos, y en toda la montaña de Judea se comentaban todas estas cosas;
66 todos los que las oían las grababan en su corazón, diciendo: « Pues ¿qué será este niño? » Porque, en efecto, la mano del Señor estaba con él.
80 El niño crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel (Lc. 1, 57-66.80)

He aquí este hombre: “el mayor nacido de mujer". Y es que Juan es el último profeta, el que cierra toda la Revelación del Antiguo Testamento acerca de la llegada y la Persona del Mesías. El es grande, por esto, porque dijo: “He aquí el Cordero de Dios”, el Esperado de los pueblos; y lo señaló con el dedo y también con su palabra. Y Dios se le puso delante, ante la multitud, para que el Espíritu Santo lo declarara: “Éste es mi Hijo, el Amado, en quién me complazco”…

Juan, desde su concepción en el seno de Isabel, es “un hombre de Dios”. No necesitó buscar a Dios en su vida, pues Dios mismo lo predestinó cuando todavía no había sido concebido. Su aparición en este mundo y en la historia de Israel fue rodeada de hechos extraordinarios que hacía decir a las gentes: “¿Qué será este niño?”. Y así fue: el pueblo llano no se equivocó. Sabían que Juan era un Elegido de Dios, un Profeta y “¡más que profeta!”: era el hombre privilegiado que manifestaría la llegada del Mesías esperado, al pueblo de Israel…

Y contrarresta el sentido de la fe del pueblo fiel de Dios con la actitud retorcida y astuta de los poderosos de su tiempo: Herodes, los sumos sacerdotes, los escribas y los fariseos… Todos ellos no supieron leer los signos que Dios les ofrecía en Juan, el Precursor del Mesías, el Hijo de Dios…

Y como fue un buen discípulo de Jesús, porque “nadie es mayor que su Maestro”, murió a manos de los poderosos y en “un acto frívolo y cruel”, como Jesús, que lo siguió en el tiempo, en la Pasión y la Muerte… Aunque la verdadera causa de la muerte de Juan fue el ser fiel al Mesías y por tanto a Dios…

La fidelidad de un discípulo de Cristo se compra con el martirio, con el derramamiento de sangre o sin ella. Porque “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere da mucho fruto”… “Morir”, primero al pecado y a este mundo y después, sólo vivir para Dios, pues en verdad “sólo” el Señor nos ha creado y nos ha redimido. Y su voluntad es volver a llevarnos a Sí, para “gozarse” en su criatura… ¡Y Juan fue una de sus escogidas!…

Imitar a Juan en su misión no nos es posible, pero sí seguirlo en su austeridad de vida; en su amor por el silencio para hablar con Dios; en su amor por la verdad y la coherencia de vida… ¡Todas estas, virtudes del cristiano que quiere seguir a su Maestro y a su profeta Juan, con una vida Santa!… ¡Que tu Espíritu Santo, Señor, nos las conceda!...

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