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PADRE NUESTRO 1

7 Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados.

8 No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.
9 « Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre;
10 venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo.
11 Nuestro pan cotidiano dánosle hoy;
12 y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores;
13 y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal.
14 « Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial;
15 pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas. (Mt. 6, 7-15)

Jesús nos exhorta lo primero cuando vayamos a orar, a no usar mucha palabrería. No largas peticiones y alabanzas, a no ser que las provoque el Espíritu Santo. Ocupar el cuenco de la oración con nuestros pensamientos, deseos, expectativas, no es limpiar nuestra vasija para que cuando Dios quiera pronunciar su Palabra, la halle limpia, ordenada y en silencio expectante.

Él es el que provoca la oración, Él es el que ora en nosotros, Él es el que nos enseña lo que tenemos que decir. ¿Por qué preocuparnos tanto en “hacer nuestra oración”?. Si en la oración hay dos, ¿por qué actuar yo solo? Diremos: “es que parece que no me escucha, por eso hablo yo”. La espera silenciosa y el estar sólo escuchando, es un ejercicio al que en Occidente no estamos acostumbrados porque somos más activos que contemplativos. Pero se puede aprender, si lo que nos guía es la Palabra de Dios: “en la mucha palabrería, Dios no hace caso”. Perseveremos en ese “estar” y esperar y no nos cansemos ni fatiguemos en hacer otra cosa. Sepamos que este ejercicio es importantísimo para entrar en diálogo con Dios. Él nos espera ahí y lo que Él quiere en nosotros es mejor que todo lo que podamos imaginar, aunque nos parezca muy sublime.

Por tanto, prepararse es dejar caer todo y hacer silencio para oír ese “susurro suave” que el Espíritu quiere pronunciar en nosotros, en un lenguaje de Espíritu a espíritu, que sólo el que lo recibe lo entiende…

Y lo primero que se pronunciará en lo profundo, es la palabra sublime ¡PADRE, ABBA!

Jesús pronuncio la palabra PADRE muchas veces, pero no de la misma manera. Unas decía: “nuestro Padre celestial”, es decir, el principio y esencia del cosmos y de nosotros y hasta de la humanidad de Jesucristo. Otras, afirmaba: “el Padre mío y Padre vuestro”, Padre y progenitor de ambos, de Jesús, Padre real y de nosotros Padre por adopción; y, por fin, cuándo Jesús dice: “Padre, Abba, Papá”, está hablando de otra realidad a la que nosotros no podemos acceder y menos imaginar…

El único alimento de Jesús es su Abba, porque Él y Jesús son una misma cosa. Pero Jesús ora a su Padre desde su humanidad, por tanto, suplica, alaba, bendice a su Papá y le pide ayuda en su Pasión con gemidos inenarrables. Estás son oraciones desgarradoras a las que sólo podemos contemplar, pero no penetrar.

Y también hay una relación prolongada y serena cuando Jesús se retiraba a la montaña o a lugares solitarios. Con este contacto ininterrumpido pudo el Hijo llevar a cabo el vivir como hombre y hacer la voluntad del Padre.

Pero Jesús no quiso guardar celosamente este amor a su Padre, sino que le pidió en su última oración que fuéramos todos uno, con esa unión que existe entre Ellos, desde toda la eternidad… Esto es pedir el cielo para nosotros, sus pobres criaturas, pues en este estado todo es santo, porque todo se santifica al contacto del amor de Jesús con el Padre.

Sabemos que nuestra tierra está también llena de imperfección por la voluntad perversa del hombre, que esto es el pecado. Y aquí, en este mundo, le pedimos al Padre, junto con su Hijo, que penetre el amor de Dios. Su sangre derramada por nosotros es el precio de nuestro rescate, de esta realidad desgraciada…

¡Que venga a nosotros su Reino y su voluntad amorosa se haga realidad en todos nosotros!

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